5 de abril de 2011

Peur.

Cuando vas paseando por la calle, tranquilamente, y casi todas las caras te resultan familiares o les dedicas una sonrisa, probablemente le estés dando envidia a muchos de los que te conocen. Todo el mundo te sonríe y te dice: "Jo, es que eres una relaciones públicas, ¡así cualquiera! ¡Qué suerte!"
A todos ellos, a todos ellos les cambiaría millones de "amigos" con tal de no perder aquello que más quiero.
La palabra amigos es una palabra que, para que no pierda su verdadera esencia, tiene que crecer muy lentamente y grabarse a fuego en el corazón y en la cabeza. Amigos son aquellos a los que, por más que intentes mentirles, deducen la verdad en tu mirada. Aquellos a los que no hace falta que les pidas ayuda porque antes de que la necesites ya te la han ofrecido, los que están siempre, los que nunca te dejan de lado, los que buscan cualquier excusa barata para sacarte la mejor sonrisa. Amigos son pocos, muy pocos. Y, precisamente por eso, no debería ser muy complicado conservarlos.
Pues bien, parece que se me ha invertido el mecanismo de conservación. Parece que se me escapan de las manos las mejores oportunidades con las mejores personas que he conocido en toda mi vida. Pero no estoy dispuesta a permitirlo, no es tan sencillo echarlo todo por la borda y merece la pena luchar.
Quiero contarle a mis nietos historias locas con mis amigas y amigos de toda la vida, que se las cuenten ellos mismos porque nunca van a separarse realmente de mi. Porque los tengo grabados a fuego lento, muy lento.
Tan lento, que espero poder alcanzarlos si alguna vez deciden irse.

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